Por las noches, mientras el común de los mortales duerme, las calles iluminadas con la tenue luz de los postes viejos y sucios de la ciudad son recorridas por una raza diferente a las demás. Siempre en busca de historias teñidas con sangre y dolor. Siempre esperando nombres con qué construir viejas-nuevas historias.
Observando. Siempre observando. Esperando el momento justo para introducirse en los escenarios improvisados de los actos inexplicables con los que los seres humanos marcan su existencia.
En esa vorágine nos encontramos. Somos nosotros contra los otros. Somos aquellos que mantienen las pupilas dilatadas para ver mejor. Somos los rostros pálidos que en las mañanas son observados con curiosidad por la mancha que se esconde entre sábanas de dormitorios calientes. En sus moradas.
Comemos poco, dormimos menos y lentamente lanzamos al tiempo las costumbres cotidianas que caracterizan a los hombres y mujeres que se levantan temprano con el nacimiento circular de los días.
El verano está de nuestro lado y hemos aprendido a convivir con los innumerables inviernos que han enfriado nuestra susceptibilidad.
Tomamos conciencia de la realidad al caer la noche porque ella es nuestra amante por excelencia; autoritaria y bondadosa como ella sola.
Así transcurren nuestros días o, mejor dicho, nuestras noches, siempre al amparo de las sombras.
Somos lo que somos a pesar de no haber tenido elección.
Nadie nos preguntó.
Nadie nos pregunta.
